Las morfologías del poder en la obra de Adriana Arronte
Loliett Marrero Delachaux | 2016
El poder, lejos de estorbar al saber, lo produce.
Michel Foucault
La noción de poder que cada individuo asume dentro de su experiencia cotidiana es tan variable y subjetiva como el propio concepto. Asociarlo a las formas de represión, ha sido el criterio más sostenido, no sólo por el discurso contemporáneo, sino por antiguas posturas desprendidas de la psicología y el pensamiento filosófico. Sin embargo, el poder debe ser visto –esencialmente– como relación de fuerzas. Ahí, donde su dinámica interna devela ciertas complejidades y enfrentamientos, muchos hayan la forma de entender y hacer valer esa dialéctica.
La obra de Adriana Arronte (La Habana, 1980) explora, entre otras cosas, sus morfologías y respectiva materialización en el espacio. Se ha movido en un eje de intereses artísticos que conecta las variables del concepto con su expresión formal. Sus piezas se trasladan por esa línea ilusoria, trazada según la voluntad de la artista. Incluso la percepción de los receptores puede desplazar el sentido de las obras a uno u otro ángulo.
Por otro lado, sus inquietudes sobre el tema han ido anclando poco a poco, centradas en la enunciación de criterios que evalúan a niveles micro y macro sociales; al punto de hacerse de un modo de trabajo propio, de una fórmula para intentar adentrarse en la genealogía de las cosas, tal y como Michel Foucault comprende las relaciones de poder que se dan a niveles «microfísicos». En ese sentido, toda idea acerca del origen de esas relaciones, así como su manifestación en el espacio, son ensamblamientos provisorios, estructuras inestables a nivel celular. Cómplice de este principio, Adriana Arronte ha trasladado su visión al campo de expresión simbólica, demostrando que la idea del poder es un constructo humano que cambia continuamente de un estado a otro.
Durante su joven trayectoria artística ha diluido esas nociones en las diversas líneas de expresión por las que se mueve. En su hacer, se tejen la pintura, el diseño, los objetos, las intervenciones y los performances. Todo ello en una coherencia visual y conceptual pocas veces lograda por un artista emergente. Si bien –desde sus comienzos– ha conjugado la acción performática y la producción objetual, es en este último terreno donde se ha desempeñado con mayor holgura. Aquí, ha encontrado el camino más directo para emitir signos diversos, penetrando en rincones remotos que ponen en entredicho lo que –hasta el momento– figura en nuestra sintaxis visual.
La relación de Adriana Arronte con los objetos es de una especial complicidad. La selección deja de ser un acto aislado y frío para convertirse en una reapropiación de su entorno familiar. Utensilios domésticos son ligeramente modificados para acentuar –o en ocasiones develar– aquellos significados menos evidentes. En primera instancia, la forma pasa a ser intérprete del relato. Algunos de estos objetos entre los que se encuentran platos (Historia II 2014), copas (Brindis 2006) y tazas (Desayuno 2008) han sido pintados, derretidos, perforados, hasta adquirir una fisonomía otra; ya sea para indagar en la actitud del espectador condicionado por la forma, para establecer pequeños vínculos afectivos a través de su uso, o sencillamente para citarse a sí mismo, como recurso de permanencia histórica. En última instancia, la función contenedora –la más evidente– permanece casi inalterable, y es esa la que aporta quizás mayor sentido a las piezas. Al tomar como punto de partida las memorias individuales contenidas en los objetos, al cambiar sutilmente su morfología, la artista crea su “propio argumento”. La obra pasa de ser una estricta asimilación de formas a un replanteamiento sobre cómo construimos “nuestra historia”, poniendo en crisis las relaciones impositivas que subyacen bajo esa estructura.
Pero qué sucede cuando el objeto es símbolo de poder por antonomasia, cuando en su esencia original ha sido una herramienta para la supervivencia, asociada al desafío, al dolor o la muerte; aunque en su evolución termine siendo también un útil de cocina. En este caso, Adriana Arronte interviene violentamente su ergonomía para alterar sus funciones prácticas y simbólicas. En Duelo 2014, por ejemplo, toma diferentes cuchillos y compromete sus formas en la sugerencia de comportamientos humanos, actitudes y preceptos como: la salud, la riqueza, la familia, la religión, la naturaleza, la resignación, la automutilación, la venganza, etc. El valor individual de las piezas reside en tratar de perpetuar el Yo, una esencia tan compleja e inaprensible. Lo que somos y hacemos cada día, esa sencilla existencia, es justamente lo más difícil de representar.
En ocasiones, sus obras dejan de ser una apropiación para convertirse en un auténtico proceso de elaboración. De esta manera, construye objetos reales, jugando con la naturaleza física de estos. En Coronas 2014, elabora un conjunto de 30 coronas diferentes cuya forma semeja la salpicadura de una gota, adquiriendo la fisionomía de este símbolo del poder político y religioso. Sin embargo, no reduce a este aspecto su discurso, su intención es formalizar un concepto en esencia maleable, proyectarlo a nivel global; y es que Adriana Arronte tiene la facilidad de otorgarle a sus piezas un halo poético. Sabe cómo despojarlas de cualquier referencia directa, para abordarlas de manera universal. Así lo hizo al captar ese momento del proceso natural en el que las sustancias cambian de estado –en este caso del líquido al sólido– acertando en la forma de una corona[1].
Hay una zona importante en la obra de Arronte por la que muchas veces pasamos inocuamente. Es exactamente aquella donde la serialidad del elemento representado conforma una imagen de considerable atractivo estético. En su interior, se mezclan inquietudes y planteamientos sobre fenómenos contemporáneos, vistos en pequeña escala. La unidad de repetición puede ser el texto, como en la serie Gramática 2009, o la imagen en Temporada de caza 2010 o Nevada 2005. En el primer caso, utiliza distintas publicaciones, seccionadas y reagrupadas en un collage de textos. Con ello, simula la propia manera en que se construye el discurso, a través de estructuras sintácticas, imágenes, definiciones. Por otro lado, el resultado visual conserva una intención decorativa donde imperan, casi siempre, los motivos orgánicos y geométricos.
En Temporada de caza la artista se inclina sobre el fenómeno de las marcas en la moda, y su expresión en el mundo contemporáneo. Patrones estéticos definen actualmente la visualidad de la sociedad y, en ese sentido, la erigen y perpetúan. En una época donde el diseño gráfico se ha convertido en la base de las relaciones comunicativas, la obra de Adriana Arronte retoma sus funciones para crear serigrafías –a modo de abstracciones visuales– que definen y a la vez indeterminan la percepción. Tal ambigüedad en la forma plástica pervive como metáfora del consumo.
El empleo del motivo seriado se convierte en una constante práctica y válida en su trabajo. Un recurso al uso desde tiempos inmemorables que se ha visto y estudiado como herramienta para obtener –en última instancia– un producto único. Lo serial en función de una obra mayor, justificado en la idea de que «toda individualidad e irrepetibilidad de las obras de arte surge como resultado de la combinación de un número relativamente pequeño de elementos completamente standarizados»[2]. Cuando la artista habla desde lo plural, para enfatizar la singularidad del elemento, lo hace con tanta sutileza que apenas percibimos la transgresión. En Nevada 2005 interviene hojas de plantas secas a partir de calados casi perfectos. Toma como punto de partida las transformaciones que sufren estas, ya sea por la acción ambiental o animal, para actuar sobre ellas y acentuar –manualmente– esos efectos naturales. Su incidencia es mínima y evidente a la vez, ya que, sobre formas orgánicas originales, exagera, transforma y determina nuevos resultados estéticos. Vuelve sobre la idea de lo decorativo, pero sutilmente orientado hacia la dualidad entre lo natural y el artificio.
Resulta común, fundamentalmente en las generaciones más jóvenes de artistas cubanos, cierta necesidad por regresar al oficio para expresar conceptos contemporáneos. Entre los motivos que saltan a la vista pudieran estar la añoranza por la tradición, la saturación de un arte conceptual que a pocos conmueve, el notable protagonismo del diseño o las necesidades de un mercado determinado. Sea cual fuese esa razón, los resultados han sido, en muchos casos, exquisitas demostraciones de habilidad técnica, en función de contenidos varios. En los trabajos de Adriana Arronte hallamos una fuerte dosis de manualidad y evidente preocupación por el acabado. La artista se inspira en técnicas preteridas para plantear renovados discursos. En su serie Derrame 2012-2015 establece una analogía entre las placas de hemogramas y la tradición artesanal del vitral, inspirada no sólo en la apariencia física sino en la función contenedora de ambos elementos. Acude a las planchas de cristal a fin de conformar estructuras aleatorias a partir de dibujos, donde emplea esmalte vitral que semeja el color sangre. Arronte penetra entonces en uno de sus terrenos más recorridos: extraer nuevos sentidos indagando en las relaciones de dependencia y manipulación que imprimen los mecanismos de la comunicación y la publicidad. En estos cristales amontona información textual e imágenes de publicaciones, nacionales y extranjeras, de diferentes niveles de relevancia, superpuestas y coincidiendo, en una suerte de análisis químico. Con ello, procura que la no correspondencia entre la información genere significados adicionales, a partir de la propia percepción fragmentaria con que nos enfrentamos a ella. Este tipo de obra, donde el texto interviene, no en calidad de recipiente pasivo con un sentido dado a priori, sino como creador de conocimientos, a partir de otros textos, responde a una «función formadora de sentido».[3] Este hecho se reporta a un nivel micro, en las complejas correlaciones dialógicas dadas al interior del propio discurso; con lo cual la artista delata la dinámica esquizofrénica en que actualmente se expresan los recursos de la publicidad, y los medios de información en general.
En otra línea, aún muy vinculada a la idea del consumo visual, se despliega la serie Efectos secundarios 2009. Las fotografías, en este caso, conforman imágenes figuradas o abstractas, elaboradas con pastillas y caramelos a escala natural. En estas piezas el collage se construye a partir de elementos de consumo diario, creando imágenes semejantes a las que conciben las propias estrategias publicitarias. En ese sentido, José Luis Brea en el texto Producir para ser producido: Políticas del acontecimiento, plantea, refiriéndose al objeto de la alienación actual, que este ya ha superado la antigua concepción focalizada en «el tiempo y las relaciones de trabajo para centrarse en el tiempo y las relaciones de la comunicación y del consumo de la información». Arronte no escapa a ese cuestionamiento, por ello acude a soluciones prácticas que expongan el fenómeno. Las pastillas se vuelven símbolos de esa enajenación, debido a que, si bien su fin es dar solución a un problema, en ocasiones, suscitan inquietantes efectos psicomotores secundarios.
Resulta que el poder se despliega en todas direcciones, y bajo diferentes fórmulas. Entre sus funciones está imponer, censurar, condicionar, incluir y excluir, manifestándose de una manera más o menos evidente. Es precisamente esa ambigüedad la que saca a relucir el medio artístico, que lo aprovecha tanto en su expresión negativa como en los efectos positivos que proporciona dicha fuerza. Por tal motivo las obras de Adriana Arronte ejercen sobre el espectador una peculiar atracción, ya que no se ciñen estrictamente al concepto, más bien coquetean con su estructura interna, con la fragilidad de sus enunciados, tratando de formalizarlo y producir con ello nuevos saberes.
[1] Se reconoce también por corona a la forma que sugiere una gota al caer, denominándose «corona de agua», debido a la semejanza visual con este atributo. Adriana Arronte, por su parte, representa el momento de impacto de la sustancia sobre una superficie.
[2] «El arte canónico como paradoja informacional», en: I. M. L., Izbrannye stat’I, Tallin, Alexandra, 1992, p. 243.
[3] «El texto y el poliglotismo de la cultura», en: I. M. L., Izbrannye stat´i, tomo I, Tallin, Aleksandra, 1992, p.143.
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